Javier Tomeo vivía solo. No tuvo hermanos. No tuvo hijos. Consagró su vida a la literatura. De niño leía a Julio Verne y a Salgari, pero lo que forjó su imaginario más pujante fueron las pinturas de Goya, con sus monstruos y sus personajes sardónicos. Así aprendió a relacionarse con el arte, mediante una experiencia moral, junto a criaturas y personajes incapaces de encajar en el mundo. De esa forma encontró su lugar en el mundo.
El cazador (1969) fue su primer libro, una ruptura con el mundo insípido y un ejemplo lúcido de cómo seguir su propio camino, el único y verdadero. Javier Tomeo trabajaba como abogado en Olivetti, empresa italiana de máquinas de escribir, y un día decidió encerrarse drásticamente en su habitación para disolver las frustraciones del pasado y sumergirse vibrante hacia su propio universo de individuación. El resultado produjo una obra inclasificable, marginal, de contenido pulsional e inconsciente, en trance con su alter ego, precipitándose contra los límites hacia la captura del más allá: su presa más ambiciosa. De estilo condensado, su narrativa avanza por golpes certeros de inteligencia y exactitud. Breve, profundo y matemático, como los delirios de Kafka o la espontaneidad genuina de Poe. Escribe lo que corresponde, y ya nada se puede parecer a él. Tan sólo caben reminiscencias de ligera aproximación, pero toda evocación será injusta. A Javier Tomeo se le lee y a partir de allí ocurre todo y uno entiende el placer de ser un lector minoritario , atípico y heteróclito; un lector de autores que estaban tan cerca de casa que parecían invisibles. Gracias Aragón.
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