Llegó un tiempo de descanso y me fui cuatro días a la costa catalana para desconectar. Viajé con lo esencial. Elegí una seductora casa de madera dentro del bosque con vistas al mar. La primera noche me reparó el sonido de las olas rompiendo contra la playa. Desperté esa mañana con la melodía de las xinxarrellas y su incesante reclamo de vida me recargó de alegría. Al captar los diversos tonos azules y verdes de la mar y respirar el aroma de los pinos, me mimeticé con el litoral. La paz y el reposo se convirtieron en mi único propósito. Desayuné y bajé a la playa. Me sentía otra persona. Hundí los pies en la arena. Caminé hasta la orilla y la linea del horizonte, tan yacente, extensa y dilatada, me devolvió al comienzo de todo. La acción cesó en mi interior y me senté a mirar la lejanía azul. Cuando quedé cubierto por este ilimitado espacio de posibilidades, y sólo entonces, un impulso instintivo, maquinal e indeliberado me instó a leer la última obra de ficción escrita por Ernest Hemingway, El viejo y el mar, su novela más simbólica, poética y universal, con la que ganó el Premio Pulitzer y seguidamente el Premio Nobel de Literatura.
El viejo y el mar transcurre en un pequeño pueblo costero de Cuba. Santiago, un viejo pescador, lleva 84 días sin pescar nada. Otros pescadores le consideran un gafe, un salao, e incluso su joven aprendiz, Manolín, ha sido obligado por sus padres a trabajar en otro bote. Un día, Santiago decide salir solo, más lejos de lo habitual, en su pequeña embarcación. Tras días de navegación, logra enganchar un marlín, un gigantesco pez espada. Comienza entonces una lucha épica de tres días y tres noches, donde Santiago demuestra una resistencia física y mental asombrosa. Finalmente, logra matar al pez y lo ata al costado de su barca para el viaje de regreso. Pero durante el trayecto, el olor de la sangre atrae a los tiburones, que poco a poco intentarán devorar al pez hasta dejar solo su esqueleto. Cuando Santiago regresa al pueblo, exhausto y herido, todos reconocen su valor, aunque él siente haber perdido todo. Al final, se duerme cansado, soñando con leones jóvenes en la playa, símbolos de juventud, fuerza y esperanza.
El viejo y el mar no es solo la historia de un anciano pescador que lucha contra un pez gigantesco. Es una parábola universal sobre la resistencia del ser humano frente al destino, sobre la dignidad en la derrota, y sobre esa lucha interna entre la esperanza y la desesperación que todos libraremos alguna vez. Con una prosa limpia, precisa y cargada de significado, la novela se convierte en un viaje metafórico hacia lo más profundo del alma humana. Santiago, el viejo pescador cubano, representa a cada uno de nosotros, frágil por fuera, pero con una voluntad inquebrantable por dentro. Su batalla épica contra el marlín no es solo física, sino moral. No busca solo comida o dinero, sino redención, sentido, una prueba de que aún vive algo grande en él. La soledad del viejo en alta mar es épica. En ese aislamiento absoluto, enfrentado únicamente al mar y a sí mismo, emerge lo mejor y lo peor del hombre, su paciencia, su sabiduría, su respeto por la vida… pero también su orgullo, su miedo y su dolor. Aunque al final los tiburones devoran su presa, Santiago no pierde su dignidad. Y eso es lo que le hace ganar.
«Un hombre puede ser destruido, pero no vencido.»
Esta obra corta atemporal, aparentemente sencilla, esconde una fuerza arrolladora. Trasciende lo narrativo para convertirse en un canto a la resistencia humana, al honor personal, y a esa necesidad ancestral de luchar, seguir adelante, y soñar otra vez, aunque todo parezca perdido. Al cerrar el libro sentí un Huracán en papel y que un nuevo tránsito comenzaba, ¡Blum!